LA SOCIEDAD SUMISA. LA HUIDA Y LA REBELDÍA
Santiago
Ubieto
Un hombre sumiso es un hombre sometido,
subyugado, dominado por otros, aun con formas suaves; lo sepa, ese hombre, o lo
ignore. Un hombre sumiso es un hombre incapaz de decir no y cuando, alguna vez,
dice no su movimiento acaba allí. Es todo lo que hace: nada.
Frente al hombre sumiso está el hombre rebelde.
"¿Qué es un hombre rebelde?. Un hombre que dice no. Pero si niega, no renuncia:
es también un hombre que dice sí, desde su primer movimiento"[1].
El hombre rebelde actúa con un fin, aunque su
rebeldía sea la del nihilista, la del fascista o la del fundamentalista. El
impulso a su rebeldía procede de alguna clase de fe, fanática o no. Detrás de
la fe: amor u odio y, en ellos, esperanza o desesperanza. Lo mismo da que la fe
que impulsa sea irracional y enferma o racional. Según la clase de fe: la
destrucción y la involución o la posibilidad de construir para el hombre; un
mundo de tinieblas al final, que siempre acaba, o un mundo de luz, que no tiene
fin. La tiranía o la libertad.
El hombre sumiso se limita a aceptar, sus
potencialidades se autolimitan y son castradas por la sociedad y por él mismo;
acepta todo como algo inevitable o, simplemente, vive según la corriente del
momento y del lugar que dirigen los sumisos.
Debajo de la sumisión late el miedo a vivir en
libertad, pues la libertad, facultad de todos los hombres, es exigente en
extremo dado el fin que tiene y el camino que debe recorrerse para alcanzarla.
La diferencia entre el hombre sumiso y el
hombre rebelde está en la acción impulsada por la fe para cambiar algo. Da
igual que el hombre rebelde quiera cambiar el mundo entero o tan sólo su mundo.
El hombre rebelde dice no y dice sí y hace. El hombre sumiso calla y, aunque
diga no, sigue callando y no actúa.
Analicemos desde el punto de vista de la
sumisión la sociedad actual, la nuestra, la que nosotros construimos y, luego,
mirémonos a nosotros, mirémonos y veámonos.[2]
La paradoja
de nuestra libertad.
En este breve recorrido que ahora emprendemos
vamos a partir de nuestra libertad, con rigor debe decirse de la paradoja de
nuestra libertad.
Una paradoja es una "idea extraña u
opuesta a la común opinión y al sentir de los hombres", pero también es
una "aserción inverosímil y absurda que se presenta con apariencia de
verdadera". Son las definiciones precisas que da el diccionario de la RAE.
La común opinión y sentir de los hombres de
nuestra sociedad del centro del sistema es que vivimos en libertad, luego
veremos y ya sabemos que no es así. De otra forma, siguiendo con el significado
de paradoja, nosotros presentamos como algo verdadero que tanto individual como
socialmente vivimos en libertad, pero de acuerdo con qué es y para qué es la
libertad no es cierta esta afirmación.
Lo que nosotros llamamos libertad, nuestra
libertad, no es tal, pero creemos que vivimos en libertad, aceptamos esto como
una verdad incuestionable y evidente por lo que no necesitamos preguntarnos
nada; nos arrastra la corriente social, nos dejamos llevar. Lo que ocurre es
que no tenemos clara ni intelectual ni vitalmente la libertad, qué es y para
qué la queremos, sin embargo estamos convencidos de vivir en un mundo libre;
nos lo han repetido tantas veces que hemos acabado creyéndolo. En la certeza
errónea de nuestra libertad confundimos la libertad social y la libertad
individual. En otras páginas he reflexionado algo sobre esto[3], así es que no vamos a
tratar este tema.
La paradoja de nuestra libertad social está en
las contradicciones de nuestro sistema social, desde sus fundamentos, que nos
aturde, engañan y subyugan. En el sometimiento está nuestra falta de impulso
vital verdadero.
La paradoja de nuestra libertad individual
estriba en que estamos en el mundo, en la sociedad, pero no somos y no queremos
ser hombres verdaderos.
Sabemos que la construcción social, tangible y
etérea es al mismo tiempo, más poderosa es el capital cuya naturaleza más
profunda es vida de la gente, vida arrancada a los miembros de la sociedad en
distintos grados y que son considerados simples mercancías, luego lo veremos un
poco más extensamente dada la importancia social de este hecho. En nuestro
sistema esta manera de sostenerse procede de la injusticia directa a la que
están sometidos la mayor parte de los individuos del centro, aceptada por ellos
con alegría e inconsciencia debido a lo que nos da a cambio en forma de
mercancías, imprescindibles para el sistema, y de derechos individuales;
también la base del sistema está en la injusticia que nosotros infligimos a los
hombres de la periferia con resultados trágicos para ellos. Es necesario
recordar esto pues tendemos a ignorar lo que entre todos nos hacemos a nosotros
y hacemos a los demás y contribuimos a construir realmente. Es nuestra obra
social, la de siglos.
Al mismo tiempo, en su andar, la sociedad ha
sido capaz de lograr grandes avances que nos deslumbran y fascinan, sobre todo
en desarrollos técnicos y materiales y, en lo social avances aunque sin salir
nunca de la injusticia y, por consiguiente, de la falta de libertad real.
Sabemos que la libertad social no es posible en un mundo de injusticia.
En esto empieza nuestra paradoja de la libertad
y, en ella, nuestra sumisión que nunca ha dejado de estar presente en las sociedades,
en el hombre limitado por la misma sociedad que él ha contribuido a construir y
por su profundo miedo a ser hombre, nada más que eso: hombre.
En esto empieza nuestra confusión y, en ella,
el disparate que, en nuestra época, está fuera de toda medida. Camus
reflexiona: "Puesto que hoy día toda acción desemboca en el crimen,
directo o indirecto, no podemos actuar antes de saber si, y por qué, hemos de
dar muerte"[4].
En su reflexión lúcida al observar su tiempo muestra el mundo absurdo
construido por los hombres. Hoy ese mundo, más absurdo si cabe, lo hemos
elevado a la categoría de nuestro mundo normal a partir de nuestra huida
consciente y también inconsciente, pues contra nuestra sumisión, que no vemos,
no nos rebelamos, tan sólo huimos.
Es la consecuencia de nuestro obrar, en nuestra
actuación se plasman la libertad desvirtuada y el sometimiento.
Si Camus nos explica en "El hombre
rebelde", entre otras cosas, la desmesura de los últimos siglos europeos y
se vislumbra la dirección de las sociedades a partir de lo descabellado de
nuestra actuación, la desmesura actual ya no se manifiesta en forma de rebeldía
de consecuencias trágicamente masivas, se manifiesta en forma de huida y de
sumisión, esto desde siempre, con consecuencias todavía peores, provocadas por
nosotros y, de momento, escasamente sufridas en nuestras sociedades.
En nuestra sociedad son inseparables la
sumisión y la huida, ésta toma la dirección del abismo, luego lo veremos.
Si aceptamos la reflexión de Camus u otras
similares acerca del crimen de la sociedad que el mismo Camus reitera con
frecuencia, así: "Además, nosotros no podemos afirmar la inocencia de
nadie, y sin embargo podemos afirmar con certeza la culpabilidad de todos. Todo
hombre es testigo del crimen de todos los demás, esa es mi fe y mi
esperanza"[5],
y los hechos de los siglos lo muestran con total claridad, los últimos lo
evidencian sin posibilidad de ignorarlos salvo por el olvido deliberado y por
la tergiversación y el falseamiento de nuestra propia historia. Así es difícil
avanzar socialmente hacia un mundo justo, es decir, racional.
Reducimos nuestra historia a tópicos según sea
lo que nos conviene en cada momento, no nos conocemos y no aprendemos de
nosotros. Lo que vivimos son avances técnicos para nuestra satisfacción, utilizados
para ejercer mayor opresión, y cambios del pensamiento social, esté
estructurado o esté en el hacer de la sociedad, para refinar la huida, la
sumisión y la opresión, para ignorar y eludir nuestra responsabilidad.
La responsabilidad, aceptar las consecuencias
de cuanto hacemos y de cuanto omitimos, es fundamental para un mundo en
libertad, pero en nuestro mundo de ignorar los hechos es imposible pensar en
las consecuencias.
Si no tenemos conciencia de nuestros
disparates, de nuestras atrocidades, las que colectivamente cometemos cada
minuto, la idea de culpa no existe y se diluye en la sociedad de los roles
sociales, del hombre-mercancía, de las cosas, de las mercancías, de la
ideología de la no ideología, de la negación de la moral cambiante como los
avances e incapaz de discernir el bien del mal, bien o mal no religiosos sino
sociales, de los derechos y leyes injustas que como tales contribuyen a diluir
la responsabilidad individual. Todo lo acomodamos a la búsqueda de nuestra
satisfacción y de nuestro placer como derechos supremos, como otra forma de
dulce y vacía sumisión, incluso las formas de poder que hay tras el consumismo
son de poder para ser sumisos. No olvidemos que el sumiso también manda. En
todo eso la auto-represión social e individual establecida de mil maneras.
Los que ya no aguantan más realizan su último
acto de huida y su único acto de rebeldía: el suicidio. Este es un tema tabú en
nuestra sociedad, pero las estadísticas divulgadas, siempre imprecisas y
sesgadas por lo difuso y el temor, son aterradoras. Aunque queramos ignorarlo
es un hecho.
Lo que llamamos nuestra libertad, que perpetúa
la injusticia que sufrimos y la que infligimos, nos sirve para vivir alegre y
depresivamente por medio de toda clase de drogas, legales o ilegales, en la
inconsciencia y en el sometimiento, pues no es otra cosa vivir de la injusticia
y en ella. En esta situación la sociedad genera nuevos problemas para los que
no encuentra solución.
Los problemas, directos o indirectos, son
producidos por nosotros en la dinámica social y proceden de nuestra propia
sociedad y de las vidas de los individuos y, también, de la incomprensión de
las nuevas sociedades que llegan a la nuestra y están en ella pero no se
incorporan a la misma debido a la impermeabilidad mutua, a las barreras
procedentes de los respectivos dogmas, pues nosotros también somos dogmáticos[6]. La incomprensión de lo
que llega es debida también a que nosotros mismos no nos comprendemos, no nos
entendemos.
No hay soluciones colectivas salvadoras, la historia
nos lo enseña. Los intentos de imponer esas soluciones, a partir de la rebeldía
de unos pocos y de unos muchos sumisos a lo nuevo que traía la rebeldía, han
sido desastrosos y las consecuencias, después de muchos años, hoy las
correspondientes sociedades las siguen sufriendo de diversas formas.
Ahora es peor, ya creemos tener la solución
salvadora definitiva y eso nos impide ver con claridad el origen de los
problemas; sus manifestaciones las atajamos estableciendo derechos y no
buscamos las causas por lo que no podemos resolver los problemas. El germen de
lo que llega lo incubamos nosotros, pero nos dedicamos a elucubrar, a fabular o
a huir y nunca a afrontar las causas. Los avances nos ciegan con su brillo y
obnubilan la mente social.
El resultado es que no somos capaces de
construir un mundo para el hombre verdadero, en su lugar hemos construido una
sociedad que nos desborda y somete en la que, como mucho, se valora no al
hombre sino al hombre-mercancía y el rol social. En la sumisión uno no es por
sí sino por ser mercancía y por lo que aparenta, por lo que representa en el
teatro social.
El discurso siempre es el mismo, aunque cada
minuto que pasa empeoramos la situación.
Observemos con cierto distanciamiento lo que
hacemos en conjunto, leamos con atención la prensa, analicemos la información
que nos llega en grandes cantidades; analicemos los hechos y sus causas y
veamos en qué nos encontramos.
Quizá lleguemos a adquirir conciencia de la
destrucción disparatada que corresponde a una época, la nuestra, de disparates
continuos. El de la destrucción de nuestra sociedad está en nosotros, lo
cultivamos nosotros al vivir de la injusticia y en la injusticia, de la
depredación, de la confrontación estéril, del dogma, es decir, de la
irracionalidad de cualquier clase, de la debilidad que oculta la crueldad que
emerge y apenas vemos al haber adquirido el poder colectivo de una sociedad
sumisa. Poder que manejan los profesionales del poder y poder que también
poseen los sumisos, pues ellos mandan sobre sus representantes que, a su vez,
se imponen, los profesionales del poder político, sumisos tanto al poder que
está sobre el suyo, el del capital, como a los deseos de sus representados
teóricos, la sociedad sumisa.
Todo eso somos incapaces de verlo. La relación
de hechos es inacabable, el origen es la injusticia ante la que permanecemos
pasivos y estamos ciegos.
La libertad es imposible sin justicia
verdadera, la injusticia en nuestra sociedad y en todas lleva a la sumisión,
pocas veces a la rebeldía. Las manifestaciones de la injusticia son numerosas,
unas conocidas y otras ignoradas o tenidas por justas dada la perversión de
nuestros conceptos, una de ellas es el capital y todos sus derechos que, en una
sociedad capitalista, son superiores a los que tienen los individuos.
La misma mentalidad que ha dado forma al
capital privado se la ha dado a la sociedad, la que ha generado su naturaleza:
vidas reales, trozos de vidas arrancados a la gente a partir de esa mentalidad
que, entre otras cosas, considera al hombre como otra mercancía más. Todo eso
está en las numerosas manifestaciones de la actuación social y en parte de las
instituciones que han ido apareciendo o se van consolidando.
Nosotros queremos alcanzar el capital,
participar del mismo como propietarios, ser capitalistas, ser ricos, llenarnos
de atributos externos que otorgan mayor o menor poder sobre otros, poder que
siempre es efímero aunque lo creamos eterno. El poder es dominio sobre otros y6
nosotros creemos que es uno de nuestros derechos y una manifestación de nuestra
libertad; se da en nuestras vidas de muchas formas, por ejemplo, en las
mercancías, en el consumismo que es, como sabemos, una de sus manifestaciones.
Somos compulsivos ante las manifestaciones de
los problemas, reclamamos derechos cuando algo nos molesta, pero somos pasivos
con las causas de los problemas, suponiendo que nos interese conocerlas.
Nos movemos y vivimos en y de la injusticia y
no hacemos nada ante ella, nos mostramos sumisos ante ella.
Nos movemos en la representación, en el rol que
deseamos aparentar y no hacemos nada por ser nosotros verdaderamente.
Nos decimos libres cuando eludimos individual y
socialmente toda responsabilidad por nuestros actos y por nuestras omisiones.
Nuestra esperanza está en poseer más cosas, en
consumir más, en ello depositamos nuestra idea y nuestra manera de vivir en
libertad, o en hacer cuanto deseamos sin pensar más o en tener dinero o riqueza
sin pensar qué son realmente el dinero o la riqueza y sin pensar que dominar, directa o
indirectamente, a otros no es libertad.
La relación última que establecemos en la
sociedad es la de amos y esclavos, educados en las formas, con abundancia de
mercancías, pero es la relación de sumisión desde el engaño social y el
autoengaño individual.
La organización social es de poder y, en él, de
dejación de nuestra voluntad. Esperamos que quienes detentan más poder hagan,
cada uno a su nivel, aunque, en parte, los sumisos son quienes mandan, pues los
profesionales del poder político necesitan someterse a los sumisos para
detentar poder. Lo único que escapa a la relación de sometimiento a los sumisos
es el capital, está por encima de todo y de todos, nos subyuga, es el verdadero
poder que los sumisos también desean alcanzar.
Hacemos dejación de la democracia real, como
estado de la sociedad, en distintos grados de democracia formal más o menos
restringida y corrompida. La gente se conforma con ir a votar periódicamente,
es una manifestación más del mando que tienen los sumisos.
Hacemos dejación de nuestra fe que la depositamos
en la nada, en el vacío; de nuestros impulsos vitales profundos.
Nos sometemos servilmente en el trabajo, aunque
se habla de ética de las empresas al margen de su verdadera moralidad, ésta se
ignora, y, se ensalza su poder.
Sometemos nuestra voluntad a los ídolos
pasajeros de quienes aceptamos, valoramos e imitamos cualquier cosa que hagan
por disparatada que sea, a banderas, colores o papeles sociales, a los líderes
de la clase que sea y por el tiempo que la imagen o la moda nos dicten.
Nos sometemos a la imagen desmovilizadora, al
mundo virtual, es decir, no real, a la huida constante, al pensamiento correcto
de cada momento, cambiante como la técnica y la complejidad que nos
desconciertan.
El sistema, poderoso en extremo, ha domeñado a
los individuos y se ha apoderado, ya no de pedazos de sus vidas, eso es el
capital, también de nuestra voluntad social, de nuestra imaginación, de nuestra
razón, de nuestros sentimientos.
Lo correcto social o políticamente de cada
momento nos encorseta, o el lenguaje tergiversador del mundo y también
represivo. A quien sale de este marco se le excluye, se le margina y si se le
permite algo es para convertirlo en una mercancía más, cultural,
contracultural, moderna o postmoderna. El razonamiento o la imaginación creadora
que sobrepasa esos límites y, por tanto, supone el peligro de cierta rebeldía
seria es expulsado a los arrabales del sistema.
Veamos un día cualquiera, tratemos de ver un
día cualquiera de nuestro mundo entero. Imaginémoslo a partir de lo mucho que podemos
conocer acerca de lo que sucede y de lo que hacemos, suponiendo que tengamos
despierta la capacidad real de imaginar, suponiendo que además de haber hecho
dejación de nuestra voluntad no hayamos hecho, también, dejación de nuestra
imaginación, cosa que suele suceder, aunque todos presumimos de imaginación al
confundir la enfermedad de la mente con la verdadera imaginación, que es una
facultad del hombre capaz de contribuir a la obra creadora de los hombres, al
confundir la imaginación con la semilocura neurótica.
Veamos un día cualquiera lo que hacemos
nosotros, cada uno, y lo que hace la gente, la sociedad. El espectáculo que se
observa es sobrecogedor y ridículo al mismo tiempo, ni aun siquiera es
necesario que pensemos demasiado si somos capaces de situarnos en una posición
distante y luego analizar sin pre-juicios. Veamos lo que hacemos desde nuestra
situación de hombres sumisos en una sociedad poderosa, como corresponde a la
del centro del sistema, y, al mismo tiempo que sumisa sometiendo por la fuerza
a otros muchos.
Confundimos el poder de nuestra sociedad para
dominar a otros con la libertad social y la libertad de elegir entre mercancías
con la libertad individual, o la libertad para votar periódicamente con la
democracia real y con toda la libertad política, y esto, en una sociedad sumisa
a lo que es y representa el poder y al capital que también confundimos con la
libertad.
En nuestra sociedad sumisa nos enfrentamos a
gente rebelde desde su fanatismo, rebeldes que dicen no a lo que hay y dicen sí
a un pasado reinventado o mitificado o a un mundo que desean inmutable en su
concepción. Eso corresponde a los mayores grados de tiranía. En su rebeldía
confunden paraísos pueriles y nihilismo sangriento.
Frente a nosotros, que no sabemos hacia dónde
vamos, ellos actúan y su acción está dirigida hacia algún fin que nosotros,
sumisos, no queremos conocer porque nos puede incomodar y exigir que nos
movamos desde dentro de nosotros. Tal vez el movimiento nos exigiría que nos
rebelásemos contra esa rebeldía y tal vez el movimiento arrastraría diferentes
aspectos de nuestro sistema. Tal vez pasaría algo, sucedería algo si se diesen
condiciones, la primera amar profundamente la auténtica libertad.
Rebeldes, también, desde dentro del propio
sistema, que rechazan manifestaciones del mismo pero sin tener un fin claro,
rebeldía, en este caso, del no sin un sí claro.
Rebelde, poco, silenciosos, que actúan con
coherencia desde el no a numerosas manifestaciones del sistema y desde el sí a
un mundo próximo y reducido para que ese pequeño mundo sea mejor y se extienda;
rebeldía, que nos llama la atención, de hombres guiados por su capacidad de
amar y por su capacidad, en estos casos, de com-padecer y de actuar. Ni aun
siquiera so, intelectualmente, conscientes de su rebeldía, pero actúan según su
fe.
En lo que tiene importancia social nuestra
pasividad es total. Recordemos los movimientos y los hechos, de un lugar como
Europa durante los últimos años, de diferentes clases, sangrientos algunos, y
la sumisión a lo que otros deciden sin preguntarnos.
Los
profesionales del poder político, también sumisos, se someten en diferentes
puntos a las corrientes sociales de cada momento y en los aspectos relevantes a
lo que decide el verdadero poder. La sociedad acaba acatando todo, las
protestas son testimoniales y minoritarias y el conjunto de la sociedad nada
hace y nada dice. Un ejemplo claro: el paro que produce la llamada
deslocalización en los países del centro tiene el efecto de hacer más sumisos a
quienes afecta, gente con derechos, sus protestas no son compartidas y no son
activas en el resto de la sociedad que, a su vez, en otros momentos puede
encontrarse en idéntica situación; la sumisión lleva a decir no pero no a
cambiar lo que había que está claro para los afectados que no funcionaba bien.
Los afectados pierden conscientemente privilegios que les otorgaba el capital,
pero no eran privilegios.
Las incertidumbres económicas, consustanciales
al sistema capitalista, se resuelven desprotegiendo a los individuos o arrancándoles
más plusvalía. Si el llamado eufemísticamente estado del bienestar nos permite
ser sumisos inconscientes, ahora lo somos porque la insolidaridad, el
individualismo, la indiferencia vacía hacen que los individuos sólo miren por
sí mismos, por cada uno, ignorando a los demás y aceptando mayores grados de
sumisión.
La sociedad es compleja, formada por muchísimos
individuos con distintos pero similares puntos de vista y diferentes pero
parecidas soluciones individuales, éstas se plantean de acuerdo con intereses
particulares y para que tengan efectos inmediatos. Las soluciones colectivas
son difíciles, los cambios reales son complejos, pero los cambios serios y
profundos no se dan porque no sabemos hacia dónde vamos ni qué dirección tomar.
Creemos que los cambios suponen riesgos, peligros, mayores incertidumbres y tal
vez pérdidas individuales. Queremos que todo siga igual y aceptamos los cambios
en lo anecdótico, en lo superficial, no en lo profundo donde tampoco se dan. A
impulsos de los avances técnicos, los cambios lo que hacen es permitir que
salgan a la superficie valores prohibidos antes y ahora aceptados, lo que
significa que muchas prohibiciones eran ilógicas, pero en otros casos, al
legislarse como permitido lo antes prohibido, la responsabilidad individual
desaparece para diluirse en la ley que es social. Nos sometemos a la ley que
nos conviene para eludir nuestra responsabilidad.
Cuando alguien intuye peligros o riesgos que
deben resolverse responsable y racionalmente pero que no forman parte de la
corriente social del momento, ese alguien es descalificado directamente, aunque
su llamada de atención sea racional. Creemos que los problemas no son tales en
ciertas dinámicas sociales, los ignoramos porque estamos convencidos de que si
ante un problema nuestra actitud es la de ignorarlo, dicho problema ya no
existe, pero está allí y lo único que hace es agrandarse y cuando se manifiesta
con mayor virulencia nos desconcierta, no lo entendemos y seguimos sin buscar
las causas para encontrar soluciones reales, o ya es tarde. Aceptamos las
pretendidas soluciones que atajan o creemos que evitan los efectos, pues es lo
único que vemos. Ejemplos de esto hay muchos, así, el terrorismo de cualquier
clase, la llegada constante y masiva de inmigrantes con todo su bagaje, las
exacerbaciones nacionalistas, la deslocalización, el establecimiento de
derechos diversos, formales o informales, exclusivos en lugares exclusivos que
nos privilegian frente a los que hemos decidido que son distintos, etc.
Otras veces ante ciertas situaciones no
reaccionamos e imponen sus formas o sus exclusivos valores y derechos
grupúsculos minoritarios, pero vociferantes, que contribuyen a establecer
corrientes de opinión sin reflexión que nosotros aceptamos sumisamente sin un
mínimo debate social, la ley es todo y se impone. Las leyes tienen la virtud de
ayudarnos a eludir la responsabilidad individual, de cada uno, no importa que
las leyes sean justas o injustas, que sean socialmente morales, inmorales o
amorales, son leyes que deciden por todos, por cada uno, y, como tales, no se
cuestionan.
En esta situación vivimos en la sumisión y lo
que hacemos es descarada o sutilmente para no afrontarnos a nosotros.
La sumisión social significa que la mayoría
sumisa arrastra a la sociedad entera e impone sus valores. Conocemos desde Freud los mecanismos que desencadenan
las diferencias entre el comportamiento social y el individual y cómo se impone
aquél.
La inexistencia de soluciones colectivas reales
nos induce a ver en las corrientes de opinión de cada momento esa solución
inexistente y adoptamos la moda del momento como nuestra solución individual,
particular, aunque proceda de la confusa sociedad y del firme y único sistema
existente hoy.
El individuo no sumiso, hasta rebelde para su
sociedad aunque no lo vea así, es extrañado y expulsado de la misma, únicamente
es aceptado cuando la insumisión forma parte de la corriente social, entonces
no es un individuo rebelde es un insumiso, con el significado de desobediente a
algo. Por ejemplo, la llamada insumisión al servicio militar obligatorio, en
realidad era algo que ya latía en la sociedad como consecuencia de los cambios
técnicos y sociales; esta insumisión es la escenificación de los más altos
grados de libertad que propicia nuestra sociedad, la desobediencia puntual y
testimonial de algunos sumisos, aceptada de inmediato por los sumisos
profesionales del poder político.
La rebeldía individual, sobre la que
volveremos, siempre ha sido difícil, con frecuencia castigada de forma dura y
en la actualidad también, aunque con nuevas formas. La rebeldía del hombre que
pretende ser y, por tanto, vivir en libertad, no se entiende porque la gente no
concibe la verdadera libertad y, aun en la aparente diversidad social, a las
sociedades les cuesta aceptar a los diferentes, a los que cree distintos, ya lo
sean por estar situados en otras clases sociales, por lugar de nacimiento, por
raza, religión, idioma, etc. El hombre rebelde no sólo es distinto, también es
un espejo en el que, sin quererlo, los que le rodean, la sociedad, se miran y
ven lo que no les gusta de ellos mismos. La sociedad, entonces, hace lo
habitual en ella, ignora cuanto le molesta, nunca se pregunta las causas,
tampoco las entiende y corta o elimina las manifestaciones o las imágenes o el
lenguaje que le incomodan.
La principal contradicción de nuestro sistema,
del mundo social que hemos ido construyendo durante siglos, es que, siendo algo
hecho por los hombres, su fin no sabemos cuál es y no es el del hombre como
tal. A lo largo de los siglos los hombres hemos ideado y construido una
sociedad para las cosas, para las mercancías, para los roles sociales, nunca
para el hombre.
En la sumisión social está la individual, ambas
son dependientes de sí, pero el hombre tiene la capacidad para ser y rebelarse
contra su propia sumisión. El hombre vive en sociedad y construye la sociedad,
si ésta nos somete es porque, en parte, se ha construido desde la sumisión,
desde la relación social amo-esclavo, dominadores-dominados, desde la situación
de falta real de libertad social, de no haber sido capaces de construir en
todos los siglos del hombre una sociedad que busque su verdadera libertad. Ni
el amo ni el esclavo son libres, la diferencia es de privilegios, de comodidad,
de relevancia social, de riqueza, de dominio, pero no de libertad.
La sumisión es de cada individuo, lo mismo que
la libertad. si la sociedad es libre o sumisa lo que hace es propiciar las
condiciones para que con mayor facilidad cada hombre viva desde sí en libertad
o en sumisión.
Nosotros, cada uno, no desarrollamos cuanto
llevamos, nos limitamos a estar, a autoengañarnos, a tener cosas, a aparentar,
pero no queremos ser. Es la historia del hombre que calla desde lo vital y
sustancial de él mismo, que acepta los hechos como inevitables, los sociales y
los que más directamente le afectan y envuelven a él mismo, y no puede, no
sabe, no se atreve a rebelarse desde él mismo.
Cuando un hombre decide rebelarse en su
sociedad, aunque no sepa que se rebela, lo que hace es decir no a un mundo
exterior y, sobre todo, a un mundo propio que no le satisface en lo hondo de su
ser, que esos mundos no le permiten su plenitud de hombre, lo que intuye y
sabe, aunque todavía no sepa qué es, que no le permiten vivir en libertad, aun
sin tener claro qué es y para qué la necesita vitalmente, sólo sabe que la
necesita y que a partir de ella puede empezar a ser.
La respuesta a la sumisión es la huida
individual que se convierte en colectiva, la disfrazamos de ir a algún lugar
con el engaño y con la seducción de las cosas, hemos entregado nuestra
voluntad, nuestra fe y hasta nuestra imaginación, así es imposible ser. Nos
autolimitamos, nos llenamos de obligaciones absurdas, de compromisos, de
necesidades superfluas, de todo con tal de ocultarnos a nosotros mismos. Decimos
no creer, pero creemos en lo imaginado aunque sea irracional y delirante,
creemos ilógicamente en supersticiones, en banderas, en pequeños dioses, pero
rechazamos cualquier fe racional en nosotros mismos, en la justicia, en la
razón, en nuestra ignorancia,...
Somos sumisos desde nosotros mismos porque
desarrollar cuanto llevamos dentro, nuestras "potencialidades
divinas", en palabras de B. Russell, supone compromiso, esfuerzo, romper
imposiciones sociales, sinceridad total y eso creemos que no merece la pena.
Nos hundimos en nuestro individualismo, en nuestro fácil hedonismo, en nuestros
derechos exclusivos, en nuestra separación vital y profunda de nuestra
sociedad, aunque participemos entusiasta y asqueadamente de las corrientes
sociales del momento.
Nuestro yo lo hemos construido de cosas, de
atributos externos. La seducción es tan fuerte que, en cierta forma, nos anula
en lo más nuestro, en lo más auténtico de gran parte de las facultades del
alma, el olvido de las mismas nos hace débiles, nos hace sumisos ante las cosas
y ante la sociedad. El vacío profundo que deja en nosotros la seducción de las
cosas no nos lo podemos permitir y buscamos más cosas, llenar nuestro tiempo
con lo que sea para no oír nuestro propio vacío, pues sabemos que debajo del
mismo estamos nosotros y no lo queremos saber, ni dar el paso para empezar a
descubrirnos, podría suponer esfuerzo y podría ser doloroso. Es mucho más
cómoda la sumisión.
La sumisión requiere poco, no ser, no pensar,
pervertir los propios sentimientos, hacer dejación de nuestra voluntad, de
nuestra fe, de nuestra imaginación, sumergirnos desde nuestro vacío en las
corrientes sociales cambiantes y efímeras.
Desde el momento en que somos individuos
sumisos renunciamos a ser en lo que llevamos, en lo que somos y, para lograrlo,
empezamos renunciando a vivir en libertad desde el engaño. La libertad para
hacer o no hacer lo nuestro, lo propio, con responsabilidad. A partir de
renunciar a la verdadera libertad, que negamos en nuestra confusión, lo que
hacemos es renunciar a nosotros mismos.
La paradoja de nuestra libertad individual está
en esto.
Tras el engaño de nuestra libertad real, tanto
social como individual, hay algo más, de alguna forma podría decirse que el
espíritu de nuestro sistema nos impulsa hacia alguna dirección. El espíritu del
sistema, sobre el que en algún momento será necesario indagar y tratar de
conocer, es complejo, nuestra sociedad lo es.
Sobre el
espíritu del sistema.
En su conocida obra "La ética protestante
y el espíritu del capitalismo", M. Weber explica que bajo el primer
capitalismo industrial subyacía un impulso religioso muy concreto que lo llevó
hasta lo que hoy, tal vez, podríamos entender como la madurez del capitalismo,
el de ese momento. Al final de dicha obra también explica lo que ya entonces
vio con lucidez, los nuevos valores que empezaban a aflorar y que no le
entusiasmaba, eran ya entonces lo que llamó "pasión agonal" por el
dinero, y una especie de soberbia vacía. En realidad ese sustrato religioso
impulsor no era más que una forma de fe, no vamos a entrar ahora en si esa fe
era racional o fanática, ilógica o coherente, pero el hecho es que el impulso,
según Weber, procedía de alguna clase de fe.
Posiblemente hoy deberíamos intentar entender o
conocer el espíritu de nuestro actual sistema. En algún momento habrá que
profundizar en esto.
El espíritu de nuestro sistema debe entenderse
como su esencia, como su principio generador que le da la forma que tiene. Debe
entenderse, además, en el espíritu del sistema lo inmaterial, con un objetivo
determinado que alienta e impulsa al propio sistema
Habrá que buscar, cuando eso sea posible, en lo
que permanece oculto en lo más profundo de nuestro mundo de cosas, de
mercancías abundantes y de numerosos derechos individuales que no son más que
manifestaciones de eso más hondo. Se tratará de averiguar qué hay debajo de lo
que numerosos pensadores actuales describen de nuestra sociedad.
Lo que impulsa el devenir, la idea y el
entendimiento vital del hombre actual es lo que puede permitir entender algo
acerca del espíritu del sistema.
Habrá que ver qué valores arraigados, de la
clase que sea, existen en la sociedad actual y las instituciones que originan
así como las que van desapareciendo o perdiendo fuerza y las que perviven,
también la organización social que a partir de las mismas se va estableciendo.
El hombre de las distintas sociedades
occidentales actuales descrito por los pensadores, el que es percibido por la
observación, en algunas de esas sociedades es un hombre autolimitado. Los pensadores,
en general, no lo explicitan de esta forma. El hombre de hoy es así porque
aquello que le permitiría actuar o no actuar cuando lo puede hacer con un fin
claro, su propia libertad, lo tiene difuso, lo mismo la libertad social que la
individual. No se ha detenido por un momento a reflexionar y a imaginar su vida
en verdadera libertad, qué es y para qué la quiere. A partir de esto la
actuación del hombre es, con frecuencia, incongruente y da como resultado una
sociedad compleja, llena de conflictos más o menos larvados, que no sabe hacia
dónde va, que no sabe qué dirección lleva. Los constantes cambios, como
resultado de la actuación humana influida por lo que el hombre idea en lo
técnico y en lo social, no se sabe qué dirección llevan.
Hay peculiaridades en la sociedad que la hacen
ir sin un rumbo claro, una de ellas es que al hombre de hoy le asusta la
responsabilidad. Desconoce y, por tanto, no acepta las consecuencias de sus
actos individuales y colectivos, lo que es señal inequívoca de su poca claridad
en lo que es la libertad verdadera y, consecuentemente, del sentido de su
actuación. Esto contribuye a explicar el desconocimiento de la dirección de los
cambios y con ellos de la sociedad.
Los derechos individuales y las, a veces,
extrañas leyes, todo ello en crecimiento casi exponencial, logran que la gente
tenga su vida reglada en lo básico y también que eluda gran parte de su
responsabilidad, ésta se diluye en la sociedad de miles de leyes y normas que,
dados sus mecanismos y sus valores cambiantes según las necesidades de cada
momento así como la organización que va estableciendo, tiende a ignorar cuanto
de molesto produce la misma sociedad. Conocemos perfectamente las atrocidades
que cada minuto nosotros provocamos, pero no somos responsables. Los hechos
están a la vista.
Algo que determina cualquier sistema social es
el modo de producción dominante. Marx aclara que el carácter general de los
procesos sociales, políticos y espirituales está determinado por el modo de
producción. Éste condiciona notablemente la organización social, en el mismo
confluyen una serie de valores sociales que predominan y se extienden a toda la
sociedad. Los cambios producidos en las formas de generarse el capital, debidos
a los avances técnicos y sociales, han supuesto cambios acordes en la
organización social.
Es innegable que otros valores sociales, otro
espíritu social originarían un modo de producción diferente que a su vez
procesos sociales, políticos y espirituales también distintos.
Aunque los cambios habidos en las formas de
generarse el capital han supuesto y siguen produciendo cambios sociales, éstos
no son profundos, las instituciones fundamentales del sistema siguen intactas,
a lo sumo se modifican en la medida en que lo hace la forma de producirse el
capital, pero en su naturaleza específica que corresponde al capitalismo. No
olvidemos que las instituciones son construcciones de la mente humana que
estructuran las clases de relaciones en la sociedad.
Será necesario analizar el nuevo espíritu del
capitalismo actual, diferente al explicado por Weber y ya intuido por él.
En nuestra compleja sociedad aparecen nuevos
factores que preparan su eclosión y no sabemos de qué manera van a transformar
lo actual.
Estos nuevos factores son específicos de la
sociedad asentada en el centro y también procedentes de otras sociedades
diferentes en lo cultural, religioso, político y, en general, en lo social y
que ya están dentro de la nuestra y cada día que pasa adquieren mayor
importancia e influencia y van tomado parcelas de poder social.
El modo de producción condiciona la
organización social y determina procesos sociales, políticos y espirituales.
Sabemos que el capitalismo tiene su naturaleza profunda en la depredación
humana en una de sus diversas manifestaciones, la consideración del hombre como
simple mercancía y la consiguiente forma de obtener plusvalía, esto marca la
organización de la sociedad. Esta característica social de la depredación
humana, además del modo de producción, da lugar a otras instituciones arraigadas.
Lo primero que supone esto es que el hombre no es considerado más que como
instrumento, como medio y objeto de dominio de unos hombres sobre otros, una de
sus manifestaciones es la valoración y admiración social de la riqueza, cuanto
mayor es esta más alta es la consideración social de quienes la poseen.
Recordemos que la única forma de producir riqueza es por medio del trabajo de
los hombres. La construcción y el
funcionamiento del capitalismo, desde siempre, así lo muestra con claridad y
las diferentes manifestaciones sociales también, desde las políticas hasta las
de ocio, incluso algunas religiosas.
La consideración del hombre como mero
instrumento para alcanzar otros fines hace que la sociedad no esté organizada
para el hombre como tal, como mucho para representar roles sociales.
Desde este punto de vista el capital,
construcción social fundamental, es un tirano que exige y logra la sumisión de
la sociedad.
Lo específico del capitalismo es la compra y la
venta de la fuerza de trabajo como una mercancía más. El hombre, en este modo
de producción, ha pasado de esclavo o vasallo a convertirse en una mercancía
para producir otra clase de mercancías.
Esto, sobre lo que volveremos enseguida, es de
gran importancia social e individual. Nosotros aceptamos y nos enorgullecemos
del capitalismo, pero en el mismo el hombre no es tal, es una simple mercancía
que se compra y se vende, la fuerza de trabajo, es decir, partes de las vidas
de los hombres cuya función es la de meros instrumentos, útiles de trabajo. Lo mismo
que hace muchos siglos Aristóteles explicaba y justificaba acerca de los
esclavos. Cuando la mercancía no es necesaria o ya no es útil se elimina o se
almacena, así, el stock de desempleados esperando volver a ser útiles de
trabajo o morirse. Lo importante y fundamental de esto es que condiciona la
organización social, tal como hemos visto que ya adelantó Marx. Si esto sucede
así es porque los valores de los dominadores y de los dominados son esos, no se
cuestionan. La contrapartida en al sociedad es, para no soportar e ignorar la
realidad, la huida hacia la satisfacción y el placer por medio del consumismo.
Conocemos las diversas funciones que desempeñan
las mercancías y el impulso que le da al consumismo el propio sistema ya que le
es imprescindible. Los datos económicos de las sociedades lo muestran con total
claridad.
De las
diversas funciones que tienen las mercancías en la sociedad, la que corresponde
a la idea de fiesta, que ya no es transgresora sino de huida por medio del
consumismo en busca del hedonismo y del individualismo, explica esa forma de
huida. Aparte está la función de poder que se da en el consumismo.
En las sociedades hedonistas el impulso en esa
dirección las acaba descomponiendo, la historia nos explica algunos ejemplos,
no el hedonismo en sí sino lo que hay bajo la necesidad compulsiva de placer.
Son formas de huida que luego veremos.
El impulso, como suele ocurrir en las
sociedades, no es unidireccional ni rígido en sociedades estratificadas, con
clases sociales claramente definidas que desempeñan funciones diferentes
acordes con su situación dentro de la sociedad.
Si el primer capitalismo industrial fue
impulsado por la pujante burguesía, que como clase social poderosa acabó
consiguiendo el poder político, y M.
Weber explica el impulso religioso, hoy todo está más diluido en diversas
funciones y parcelas de poder y el impulso también tiene diversas motivaciones.
Aunque el poder político está profesionalizado,
las actuales democracias, meramente formales, otorgan cierto poder de cambio de
formas a la sociedad votante influida por numerosos factores una de cuyas
manifestaciones es el consumismo y en él los cuasi-monopolios informativos y,
en general, empresariales con la ideología que imponen, la hegemonía de la
imagen y las nuevas necesidades sociales en diversos ámbitos..
La sociedad sigue sus impulsos, dentro de los
cauces establecidos en lo político y en la sumisión engañosa que hace confundir
la libertad, en pautas de comportamiento social y en el incuestionable sistema
económico.
Las elites, también profesionalizadas, que
controlan y manejan el capital se mueven en una dinámica de poder global
alejada, en sus decisiones, de la sociedad. No olvidemos que la hegemonía del
capital monopolista, difuso pero real conceptualmente, se impone en el sistema
en lo fundamental, en lo que atañe al modo de producción que condiciona la
organización social.
La sociedad, por su parte, habiendo alcanzado
unas alturas de bienestar material no soñadas hace pocas décadas, todavía está
confusa ante su necesidad de asimilar, de engullir todo cuanto le es ofrecido;
esa abundancia obnubila la mente social, debilita los impulsos vitales
racionales y hace a la sociedad permisiva en lo fundamental e intransigente en
lo accesorio, es lo más cómodo, especificada y estructurada esa conducta,
resultado de corrientes confusas, en forma de derechos numerosos por falta de
criterios claros que lleven a algún fin con la esperanza social que no le dan
las cosas, el consumismo, sino lo que el hombre lleva dentro de sí y que no ha
sido capaz de desarrollar al estar ofuscado por el mundo brillante de las
mercancías.
No es una tarea sencilla intentar sintetizar
ideas claras acerca del espíritu del sistema, suponiendo que tal cosa sea
posible. En la complejidad de la sociedad constantemente aparecen numerosas
facetas, aspectos, formas o impulsos, a veces contradictorios, que en lo
visible proceden de los cambios técnicos y sociales de cada momento acelerados
en la actualidad, y en lo profundo tienen su origen en los impulsos vitales, de
la clase que sean, que se encuentran en la sociedad. Aparecen muchos mundos en
el nuestro y todos ellos creen que su reducido mundo es el único.
Los
avances que nos desconciertan y nos introducen en nuevos mundos son impulsados
por necesidades vitales determinadas y según las necesidades sociales son
efímeros o permanecen más tiempo. La rapidez con que se producen las
innovaciones de todas las clases, técnicas y sociales, siendo las técnicas las
que más nos fascinan pues las sociales creemos que nos son debidas y se
convierten en derechos. Todo eso hace que sin agotar las posibilidades de cada
impulso, de cada innovación, de cada avance aparezcan otras distintas o
complementarias, esto en sucesión continua. En este estado de cosas, cambiante sin
cesar, nuestra percepción del tiempo se enturbia.
Aparecen
nuevas dinámicas y organizaciones sociales, mayores o menores y más o menos
efímeras, muchas veces son espontáneas y siempre responden a impulsos, a
intereses determinados, a necesidades que buscan cauces.
Los ejemplos de todo lo anterior son numerosos
y claros, no es necesario citarlos.
Con los avanzados medios de transporte las
distancias se acortan grandemente y con los no menos avanzados de información y
comunicación las distancias y el tiempo apenas existen, sin embargo en lo real
y cotidiano agrandamos las distancias entre nosotros mismos hasta el extremo de
que nuestros propios vecinos, ya no de otros países cercanos sino de regiones o
ciudades próximas o del edificio en que
vivimos, están muy lejos. Viajamos incansablemente y vemos, pero no conocemos.
Huimos.
En otro sentido, es como si nos asustara
el futuro que es mucho más incierto que
el mundo de incertidumbres en que vivimos. Huimos del futuro incierto
recuperando un pasado reinventado y, en el mismo, valoramos los símbolos
antiguos que siempre corresponden a épocas de mayor tiranía. Tal vez porque el
futuro no nos interesa ya en nuestro mundo de la inmediatez y de falta de fe, o
porque nos asusta lo que nosotros ya estamos preparando sin saberlo.
Otro rasgo de nuestras sociedades es la
inconsciencia. La elusión de nuestra responsabilidad forma parte de la
inconsciencia colectiva, la dejación de nuestra voluntad y de nuestra
imaginación, entregadas a las corrientes del momento y a quienes dicen
proporcionarnos seguridad así como la abundancia de mercancías y de derechos,
convierten nuestras democracias, en algunos casos, en meramente nominales.
Realmente no participamos en nuestro propio gobierno, dejamos que los
profesionales del poder político hagan y nosotros la aceptamos, en el hacer y
en el no hacer y en el aceptar está la injusticia imperante, dentro y fuera de
nuestra sociedad pero desde nuestro poderoso mundo, no nos interesa saber que
vivimos en ella y de ella, forma paste de la dejación de nuestro propio
gobierno. En esa dejación permitimos que quienes detentan el poder económico se
perpetúen en él como reducida elite fuera de todo control.
Esto ha sucedido siempre, elites con poder y la
masa arrastrada. La diferencia con el pasado está en que hoy, en Occidente, los
niveles técnicos, de educación, de escaso analfabetismo están extendidos a la
población, la aproximación aparente al poder es mayor y la capacidad de
influencia en parcelas de la vida social son notables, las corrientes de
opinión tienen peso, aunque pueden ser inducidas y la sociedad las asume
fácilmente al ir en consonancia con los avances técnicos que influyen en las
formas sociales.
Sin embargo, la conciencia social, los ideales
sociales, las esperanzas colectivas se encuentran dormidas, algo parecido dicen
diversos pensadores actuales, así: "Simplificando al máximo, se tiene por
"postmoderna" la incredulidad con respecto a los metarrelatos"[7]. Dicho de otra forma, lo
que vienen a decir es que la sociedad no espera gran cosa fuera de lo tangible
y alcanzable de inmediato. La fe social está puesta en las mercancías, el
hombre mismo bajo el capitalismo es una mercancía más, en el consumismo que
sabemos es imprescindible al sistema.
La capacidad productiva es extraordinaria dadas
las constantes innovaciones en los procesos productivos y la mundialización de
la producción, la necesidad de que trabaje una cantidad mínima de gente también
es importante por razones sociales y por la necesidad del capital de crecer
constantemente. Anta las nuevas formas productivas, como la deslocalización de
la producción, las tensiones son locales y sectoriales, pero el mercado
consumista crece y el proceso de acumulación de capital y de concentración de
poder en las grandes empresas, con ambición monopolística, sigue su curso
imparable.
Esta es otra característica de nuestra
sociedad, la fe en las mercancías, en el consumismo como necesidad vital. La
pérdida de fe en los metarrelatos da paso a la fe en lo tangible, utilizable y
engullible.
Lo que nos interesa saber es qué impulsos
sociales hay tras las formas vistas y los hechos sociales, tras los cambios y
si es posible ver hacia dónde se dirigen.
Volvamos por un momento a considerar las
consecuencias sociales de que la fuerza de trabajo es, en nuestro sistema, una
mercancía que como tal se compra y se vende. esta, ya se ha dicho antes, es la
característica específica del capitalismo y su diferencia más peculiar con
respecto a otros modos de producción.
La gente al vender su fuerza de trabajo lo que
hace es vender una parte de su vida y el comprador, la empresa, el capitalista
dispone, según su necesidad, de la inteligencia, los músculos, el corazón, la
voluntad,... del individuo que se ha vendido por un tiempo.
Esta transacción es desigual, el comprador
decide si compra o no lo hace por un día, una semana o un mes la fuerza de
trabajo, también decide qué compra, es decir, qué individuo es comprado y quién
no y, por tanto, a quién da la posibilidad de trabajar y a quién no o, lo que
es lo mismo, decide quién va a vivir con
mayor o menor dignidad y quién es eliminado o marginado del sistema, y, además,
impone el precio de compra del individuo, el salario. Esta descomunal
arbitrariedad es asumida con normalidad por la sociedad, una vez más, se ve con
claridad que el hombre no es tal, es una cosa, una mercancía y, aunque no lo
sepa la gente, esa idea está arraigada en nosotros.
El mercado de fuerza de trabajo, regulado en
algunos aspectos en los países del centro del sistema y en condiciones precarias
en los de la periferia, en cierta forma está en situación de monopolio conjunto
de demanda o monopsonio, pues el posible monopolio de oferta podría funcionar
si, por ejemplo, la sociedad tuviese muy claro cómo funciona realmente en esto,
si la conciencia de ser explotados y de ser mercancías los hombres fuese real
en la sociedad.
La gente al vender su fuerza de trabajo por un
tiempo, el que el comprador decide, lo hace de manera que da mucho más de lo
que cobra, cobra mucho menos del valor de la mercancía (este asunto del valor
de la fuerza de trabajo ya lo abordó Marx). Esto es así porque, aparte de la
aceptación de este hecho, el trabajador no tiene derecho legal, en una sociedad
de derechos, a la totalidad del producto de su propio trabajo.
Este hecho, el hombre considerado como una
mercancía, hace que la dinámica social tienda a ser de cosas, de mercancías, no
de personas, no de hombres.
La aceptación de la degradación del hombre, de
su vida a simple mercancía pagada injustamente, aun sin tener conciencia del
hecho, hace que definitivamente el mundo de las mercancías domine por entero a
la sociedad. Ya hemos convertido todo, incluida nuestra propia vida, en
mercancía.
El trabajo no es más que la concreción de la
fuerza de trabajo para producir riqueza. Lo único que produce mercancías es el
trabajo que es lo único que tienen la mayoría de los hombres para, tras
venderse, satisfacer sus necesidades, todas, desde las primarias hasta las
superfluas. Como la fuerza de trabajo es una mercancía excedente en nuestro
sistema, estamos al albur del comprador. En el mundo llamado globalizado este
excedente es muy superior al que había antes, si añadimos los esclavos (varios
millones), niños que trabajan (en noviembre de 2.004 diversas organizaciones
los cifraban en más de 250.000.000), el salvajismo de la explotación de la
gente con menos derechos, estén en sus países o de forma irregular en los del
centro, etc. llegamos a un punto en que la valoración del individuo es nula. DE
los hechos somos responsables todos nosotros.
Se impone la pelea por competir por el trabajo
escaso que demandan las empresas, la pelea es realmente para que cada individuo
pueda venderse al comprador, empresa que tenga a bien comprarle; no es la
conciencia de nuestra situación sino el individualismo. Quien no tenga suerte o
habilidad o lo que sea en esta pelea queda relegado, excluido de la sociedad.
Aunque en varios países hay subvenciones para los parados y otras prestaciones
sociales gratuitas, la masa de hombres-mercancía que no puede venderse es
grande y los subsidios son limitados, el problema se agudiza.
En esta situación la sumisión total es
imprescindible para la mayoría de la gente. Todo esto a la sociedad le parece
bien ya que no hace nada por cambiarlo.
Siglos de funcionar socialmente el hombre como
simple mercancía han logrado que sea una forma social normal y nunca se piense;
esta conducta está tan arraigada en los hombres que pocos la consideran en todo
su significado.
A partir de este hecho el hombre no tiene valor
como tal, tan sólo como objeto, como mercancía que se compra y se vende cuando
hay compradores, si no es así se convierte en una mercancía inútil, el hombre
deja de existir en la sociedad.
Como es natural nuestra propia consideración
individual a partir de cuanto todos llevamos dentro de nosotros, aunque lo
tengamos dormido, hace que no nos veamos así y aceptemos la organización social
correspondiente al modo de producción capitalista como la única posible. Ante
una conducta tan asumida por la conciencia social, las diferentes dinámicas
sociales giran sobre esto.
Antes hemos recordado que Marx ya vio con
claridad cómo el modo de producción determina los procesos sociales, políticos
y espirituales. La organización social está condicionada por el modo de
producción. Si lo específico del capitalismo es que la fuerza de trabajo, la
vida de los individuos es una mercancía, los hombres son simples instrumentos
de producción, las consecuencias para la organización social so de suma
importancia.
La institución clave es la depredación humana y
de la misma, en lo económico y en su determinación de la organización social al
considerar al hombre como mercancía, no se deriva que dicha organización social
esté al servicio del hombre como tal. Algo tan arraigado en la sociedad como es
la sumisión de los hombres al poder arbitrario de quienes poseen o controlan el
capital supone una sociedad subyugada a partir del juego perverso con las
necesidades básicas de los individuos.
El funcionamiento histórico de las sociedades
capitalistas desde este punto de vista puede darnos una idea de lo que, de
forma refinada actualmente y con diversas modificaciones, ha llegado a
constituir una base firma de nuestra sociedad.
El individuo, entonces, representa en la
sociedad un papel social que está valorado por el dinero, tengamos presente que
el dinero es una mercancía bastante particular, por la riqueza o, en la
inmediatez de lo pasajero, según la incidencia de la imagen proyectada desde la
mercancía que uno es. En una sociedad de mercancías los hombres nunca pueden
ser tenidos en cuenta por lo que son en sí, sólo por lo que representan,
muestran, venden, proyectan.
Los impulsos sociales que hacen moverse al
sistema deben considerarse desde distintos niveles: el asociado al poder a
partir del control del capital y el amplio de la sociedad a partir, no del
consumismo compulsivo y sus consecuencias, de lo que impulsa el consumismo y
las demás manifestaciones sociales que son múltiples y complejas.
Con las ansias de poder, de dinero, de riqueza,
extendido a toda la sociedad, está la codicia, creo que es Kafka quien en su
"Carta al padre" dice que la codicia es una muestra de gran desdicha.
No es el consumismo más que una forma de
subsistir. Volvamos a Camus: "El hombre no es reconocido y no se reconoce
mientras se limita a subsistir animalmente" [8].
La sociedad la hemos hecho muy compleja, en
ella se dan numerosos impulsos y manifestaciones, algunos son contradictorios,
entre los que contribuyen a dar el impulso actual seguramente se encuentran en
lo dicho.
La huida.
Nosotros vivimos en el mejor de los mundos, eso
nos dicen con frecuencia y no lo negamos. Pero en nuestra sociedad una de las
cosas que hacemos, sin tener conciencia de ello, es huir en el mejor de los
mundos, pero no de él.
Los hechos nos muestran lo que hacemos, no por
qué lo hacemos. Hechos que hablan, tal vez de huidas, de alejamientos de los
demás o de nosotros mismos para tratar de evitar disgustos, molestias, malestar
profundo y huimos con todo eso.
Algunos actos de huida son evidentes, la
cantidad de gente inmersa en ellos es muy numerosa. Actos de todas las clases
imaginables: suicidios, consumo de antidepresivos, ansiolíticos, somníferos,
alcohol, drogas legales y no legales,... la mitad de la población o más
necesita todo eso. La angustia que nos hace huir está allí.
La droga de una u otra clase, uno de los
significados de droga es: "embuste, ardid, engaño". Más de la mitad
de la población necesita el embuste, el engaño para seguir, para estar en la
sociedad, para estar en el mundo, aunque les hacen creer que es para ser ellos.
La mayor parte de las drogas, engaños, que toma la gente son recetados por los
llamados expertos, como médicos, psicólogos, psiquiatras,... de forma legal y
oficial, es decir, la sociedad promueve el engaño directo, en este caso, por
medio de mercancías elaboradas expresamente para esa función. La sociedad para
evitar algo, para no afrontarlo, para alejarse, para huir receta legalmente el
embuste, el ardid, el engaño y es permisiva con la droga, con el engaño no legal.
La huida es también por medio del consumismo;
nosotros sabemos que una de las funciones de las mercancías, más concretamente
del consumismo es la fiesta que cambia su antigua función de transgredir normas
morales para convertirse en huida sin las reglas morales antiguas, los cambios
producidos en la moral social han abolido la transgresión antigua pues poco
queda por transgredir, todo vale, la felicidad duradera se alcanza en la orgía
consumista y la pasajera en el resto de los ritos festivos que parten del todo
vale. Aparece el consumismo compulsivo como forma de huida hacia las cosas que
nunca logran saciar nuestras ansias de llenarnos de más cosas.
En la fiesta del consumismo aparecen mil
maneras de huir con la mayor seriedad, así, el tiempo de ocio, inconcebible sin
más consumo, nos permite ensanchar la fiesta hacia actividades que consideramos
vitales y festivas, nos convertimos en expertos en cosas peculiares, lo mismo
en batir récords de cualquier cosa absurda, que expertos en senderos, en setas,
en el buitre leonado, en el color del pelo del ídolo de moda o en el de sus
ojos, expertos en famosos y seguidores embelesados como indican las audiencias
millonarias de revistas, radios o televisiones de esas pandillas de vividores,
especialistas en las monarquías reinantes, otros vividores, en la vida de un
escritor irrelevante o de un futbolista célebre y celebrado, expertos en OVNIS,
en antigüedades, en dunas del desierto o en las estrellas Sirio o Albebarán o
en cualquier otra, en nuestro equipo de lo que sea,... Al final acabamos siendo
expertos y fanáticos semirreligiosos. Ponemos toda nuestra atención y nuestro
esfuerzo en cosas que nos revisten ante los demás de atributos ajenos y, en
esas cosas, somos y representamos un papel social donde sea pues nos da
relevancia e importancia durante un minuto en la televisión o en el medio local
y, con suerte, en otros de mayor audiencia, en nuestro barrio o entre los
vecinos o los compañeros del trabajo.
Nos convertimos en las cosas peculiares y somos
por ellas y en ellas pero no en nosotros.
Huimos por medio de la imagen. Las audiencias
millonarias de los programas de televisión, llenos de publicidad demencial en
su mensaje, entre los que los programas cutres, chabacanos y zafios en conjunto
sobrepasan lo imaginable. El llamado mundo virtual nos permite huir por medio
de una realidad irreal y en ella vivimos y jugamos, ya desde niños, donde los
juegos de toda clase de guerras y de matar a hombres tienen gran éxito y, en
los juegos, matamos virtualmente a personas que son simplemente cosas. Es la
mentalidad social.
Salimos a ensalzar a nuestros héroes o ídolos
que son deportistas, cantantes de cualquier cosa a los que llamamos grandísimos
artistas, ganadores de concursos o de lo que sea, gente de nuestro pueblo,
ciudad o región con ínfulas de nación centro del mundo. Nos embelesamos y
colectivamente nos sentimos importantes a través de ellos, nos llenamos de
orgullo y los jaleamos y recibimos multitudinariamente; entonces creemos ser el
centro de atención universal porque un chico del barrio o de nuestra región
tiene músculo o es habilidoso con el balón o es un ciclista que gana carreras o
campeonatos corriendo en moto o en coche o porque... nuestro equipo gana algún
torneo... Y. entonces, proclamamos a algún semianalfebeto de entre todos esos
castellano universal o manchego universal o aragonés universal. Huimos por
medio de esos a los que llamamos héroes, incultos por lo general, y somos
importantes porque el individuo proclamado héroe universal es de nuestra ciudad
o de nuestra región que ya podemos llamar nación dada la gloria universal
alcanzada.
Cuando llegan las vacaciones o los fines de
semana salimos masivamente, todos a lo mismo, compramos compulsivamente,
engullimos, bebemos y, decimos, nos liberamos.
Otros se dedican al cuidado de su cuerpo, a su
estética, con operaciones de todas las clases para mejorar los pómulos, las
pantorrillas o un dedo del pie.
Es imprescindible vestir a la moda, ir a los
lugares de moda, si no se hace uno, nos dicen los demás y nosotros lo creemos,
no es nadie.
Intimidades ridículas y sórdidas de los
vividores profesionales, convertidos en famosos, que acaban siendo lo más
importante y que nosotros devoramos.
Huimos por medio de los profesionales del poder
políticos en los que hacemos dejación de nuestra voluntad, de los ídolos a los
que entregamos nuestros sentimientos o de los artistas oficiales y de moda a
quienes hacemos encarnar nuestra imaginación.
Los caminos para huir son innumerables, se
trata de huir, de alejarnos de algo, de los problemas, de nosotros.
La huida es individual y la huida es de la masa
como tal, social, colectiva.
A este respecto explicaba Ortega y Gasset hace
70 años en "La rebelión de las masas", y hoy sigue vigente esa
explicación, que: "el hombre-masa... un tipo de hombre hecho deprisa,
montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones y que, por lo
mismo, es idéntico de un cabo de Europa al otro... Este hombre-masa es el
hombre previamente vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado y, por
lo mismo, dócil a todas las disciplinas llamadas "internacionales".
Más que un hombre, es sólo un caparazón de hombre constituido por menos idola fori; carece de un
"dentro", de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo
que no puede revocar"[9]. Al final del citado
ensayo, Ortega sostiene que el hombre-masa aspira a vivir sin supeditarse a
moral alguna porque ésta supone el sentimiento de sumisión a algo[10], conciencia de servicio y
obligación, aunque eso no es posible, y sostiene que el hombre-masa vive de lo
que niega y otros construyen.
Posiblemente el no supeditarse a moral alguna,
hoy, no es como dice Ortega, la actual no supeditación es a la moral que
podríamos llamar convencional, es algo ambiguo, posiblemente sea la moral cristiana
de siglos, esa no supeditación supone un cambio hacia una moral difusa y
cambiante, de acuerdo con los avances técnicos que impulsan los cambios
sociales, y la subordinación a la nueva moral y la nueva no moral. La huida de
todo compromiso coherente el primero de los cuales es la consideración del
hombre como tal y que esto sea efectivo, pero sabemos que en nuestra sociedad
el hombre es una mercancía, un papel social, es juego de representación de una
función social en lo que vive como el teatro de la sociedad.
La no supeditación a la moral antigua debida a
los avances técnicos y consiguientes cambios sociales es tan cambiante como
estos y supone pérdidas de referencias individuales que se resuelven aceptando,
sin discutirla, la nueva moral social que permite diluir la propia
responsabilidad, es una moral que no procede del individuo pensante. Los
cambios son, a veces, contradictorios y se llegan a aceptar en el mismo acto
dos morales opuestas.
En la huida también está la angustia ante
nuestro propio mundo, ante las incertidumbres, ante lo que nos supera, ante
nuestro desconcierto, ante nuestra falta de fe. Las razones siempre son las
mismas, el hombre que tiene miedo a ser.
Huimos y no tenemos a dónde huir, nos quedan
las cosas para huir hacia ellas, pero no podemos huir de nosotros mismos, sólo
ocultarnos, engañarnos, pero siempre está ahí el yo, en algún momento emerge y nos asusta, lo ocultamos con
las mil formas que hemos visto que tenemos, pero no podemos eludirlo y no
sabemos qué hacer con nosotros mismos, nos destruimos en la huida, es su
principal cualidad: nuestra propia destrucción.
Si somos capaces de ver nuestro mundo, lo que
vemos, junto al brillo de las cosas, es desasosiego, caos, injusticia,
destrucción directa o ya en germen.
Las sociedades intentan concentrarse en ellas
en lo pequeño, en el pasado, poner barreras económicas o de derechos frente a
los otros que tenemos al lado. No sabemos hacia dónde vamos, procuramos estar y
estamos, pero huyendo.
La
rebeldía.
Nosotros, que huimos, no sabemos a qué decir sí
desde la convicción profunda. Los logros que hemos pactado con el sistema a lo
largo de docenas de años nos permiten el consumismo desde la injusticia, ligera
y llevadera para nosotros y tremenda para los de la periferia. Hemos colmado
nuestras aspiraciones de muchos años y aquí estamos. Si antes teníamos fe en
mejorar nuestras condiciones materiales de vida, una vez conseguido por una
parte importante de la población no esperamos nada más, tal vez más mercancías.
Todo lo que se detecta como problemático en
nuestra sociedad lo eludimos y huimos. Nuestra fe se ha agotado tras los logros
materiales alcanzados.
No somos capaces de decir no a un mundo injusto
y todo lo que se encuentra tras el mismo y, mucho menos, de decir sí a un mundo
construido por nosotros para el hombre como tal.
En nuestro mundo no cabe la rebeldía, la
tenemos en los que proceden de otros mundos, de otras sociedades que desde su
fanatismo, desde su irracionalidad rechazan el mundo al que llegan y tratan de
imponer el suyo. No lo vemos pero sucede así. Nuestra indiferencia vacía,
nuestros derechos que creemos sirven para todos, para que no nos molesten
permiten que en su rebeldía irracional y fanática mantengan su mundo, sus
valores, su sociedad impermeables aun siendo aberrantes y opuestos a nuestros
principios genéricos, que proceden de una mayor racionalidad y abren la
posibilidad a un mundo más libre, y, en su rebeldía demencial con una fe
irracional y fanática tras ella extienden su mundo de un modo imparable por el
momento. Es el choque de una fe incomprensible para nosotros con la nuestra que
rechazamos.
La rebeldía está en los que siendo de nuestro
mundo han decidido construir el suyo aislado y exclusivo al margen de los que
creen distintos, un mundo que intentan construir desde su fe ciega e irracional
y que revisten de valores que son los nuestros en la negación y en la
perversión de los mismos.
Destruyen para construir su paraíso particular
de la clase que sea.
La verdadera rebeldía que hoy, tras los trágicos
fracasos de las últimas, tal como nos explica Camus, debería proceder de la
grandeza del hombre para rechazar los disparates que cometemos, no aparece
porque no tenemos conciencia de injusticia u opresión o de otro mundo distinto
en el que creer.
La rebeldía del hombre para ser hombre, cuando
se da, es individual. El hombre rebelde es, en este caso, el hombre que dice no
a nuestros disparates y sí al hombre desde la razón y la fe en la razón y la fe
en el hombre, es un hombre que hace su camino con sinceridad y sin huir.
La historia nos cuenta de algunos hombres
rebeldes, tal vez sin saberlo ellos, coherentes consigo mismos, tras cuya
rebeldía estaba el impulso de su fe, racional en extremo, para ser ellos en
sociedad, desde un profundo a los hombres. Algunos son conocidos, otros no,
pero siempre han estado.
Su forma
de rebeldía, en muchos casos, la llegaron a pagar con su propia vida, pues su
sociedad, con los detentadores del poder en primer lugar, no pudo soportar
verse reflejada en esos hombres.
En la rebeldía del hombre para ser hombre,
desde su fragilidad y desde su inmenso potencial, desde la grandeza del hombre,
el recorrido sólo puede ser individual, único, personal. Se trata de recorrer
el camino en un mundo percibido asombroso y tremendo, incoherente y fascinante,
siempre en movimiento.
Es la historia, la vida, de un hombre
cualquiera frente a la sumisión para vivir en su libertad, en su capacidad
para, responsablemente, hacer y no hacer y en su actuar o dejar de actuar
cuando puede hacer, con sentido de la justicia real y de saber que la libertad
es posible en el quehacer de los hombres dirigido al bien común y que su
libertad es tan sólo para ser un hombre verdadero.
Ese hombre rebelde sabe que tiene frente a él
una sociedad sumisa en la que necesariamente debe vivir, se desea tener a sí
mismo teniendo plena conciencia de que no es el centro del mundo, es un hombre
más de su sociedad, uno más entre millones.
Su historia, su vida es la de su libertad
personal porque la social es imposible y las soluciones colectivas han sido
disparatadas en sus consecuencias y sabe que, como hombre que ansía su
libertad, nadie puede ni debe jugar el papel de liberador de nadie.
Su vida no es la del hombre individualista y
egoísta de nuestra sociedad sino la del hombre y como tal vinculado a los demás
desde la racionalidad que puede parecer generosidad o amor, si se quiere y es
posible, pero no como virtud sino como racionalidad.
El camino de ese hombre, de un día o de toda su
vida, es arduo, desconoce cuándo acaba, si es que alguna vez acaba. Es un
camino que debe andar solo, nadie puede caminarlo por él, nadie puede vivir por
otro, nadie puede vivir en libertad por otro hombre.
En nuestro mundo y en el, a veces, engaño del
relato o de la imagen creemos vivir en otros desde la ficción y eso nos basta,
es otra forma de huir.
El camino es distinto para cada hombre y es
parecido el mismo tiempo.
Ante su necesidad de ser se encuentra, ese
hombre, en medio de un mundo, de una sociedad que no sabe qué dirección lleva o
no va a ningún lugar.
Quizá, ese hombre, no sepa que su vida empieza
a ser la de un rebelde, únicamente sabe que no vive en su plenitud y que
necesita vivir real y conscientemente cada segundo de su vida. Vive en la
sociedad pero no le ofrece lo que él necesita vitalmente, el mundo construido
por los hombres no es el del hombre. Vive en el mundo y da a la sociedad lo que
le pide, pero le exige como a un rol más no como a un hombre, no es lo que él
desea que sea su sociedad o el mundo, desea una sociedad para que el hombre
viva como tal, no como un rol social o como una mercancía, no como un papel que
debe representar sin convicción.
Al actuar desde su coherencia sincera la
sociedad le ignora, o le desprecia, o le toma por un individuo ingenuo que no
vive "con los pies en la tierra", como dicen los sumisos, que no es
realista pues el mundo es otra cosa. Es excluido socialmente, incluso
laboralmente, la sociedad únicamente le ofrece el vacío social, distinto al
vacío en que muchos viven su indiferencia vacía, en realidad, la sociedad le
ofrece el vacío de una sociedad vacía, el asqueamiento, ese es su punto de
arranque, es algo, el vacío del vacío es algo.
Si ese hombre dice no a su sociedad de
indiferencia vacía y dice sí al mundo del hombre, que todavía no sabe cómo es
pero es el del hombre, se aparta de su sociedad sin pretenderlo, sale del
sistema si es coherente con su no y con el sí que intuye. La sociedad le
excluye, no hay sitio para él, se estrella una y mil veces.
Ese hombre, que camina simplemente para ser
hombre, ve a su sociedad de otra forma, no porque ahora sea distinta sino porque
su ser, sus potencialidades que empiezan a despertar le dan una guía diferente,
una visión distinta, una comprensión nueva y cada vez más clara, eso cree, una
razón racional y no meramente lógica a partir de la irracionalidad.
Ese hombre sabe que es inevitable estar en la
sociedad, pero en ella él únicamente pretende ser. Sabe que siendo él alcanzará
su plenitud de hombre. Sabe que ser él es también ser los otros sin dejar de
ser él, es necesariamente ser los otros.
Surge la duda, la vacilación, aparecen los
momentos de rebeldía contra su propia rebeldía y piensa que está en el error,
pero lo que le ofrece la sociedad no es la plenitud, a la sociedad la sigue
viendo ilógica y desquiciada.
Ni aun siquiera sabe, ese hombre, qué clase de
fe le impulsa en su rebeldía, es la fuerza de la fe en el hombre, en él mismo
y, por consiguiente, en un mundo desconocida ya que la sociedad nunca se ha
propuesto construirse a sí misma para el hombre a partir del desarrollo de
todas sus facultades.
En su caminar para ser tampoco le sirven los dioses
ideados por los hombres, son tan absurdos como sus diseñadores, como el
pensamiento social que los ha construido.
Ese hombre pierde sus resortes, sus apoyos tangibles.
Aunque pretende ser racional en la sociedad ésta le excluye. Tal vez en algún
momento la sociedad la permita hacer el papel de provocador, como dicen ellos,
pero no lo es, cuenta y vive su verdad sincera y, eso, a la sociedad le
molesta. Le ignora. Pero él vive en él y desde él en la sociedad imprescindible
para poder ser.
Se encuentra en la sociedad que le es hostil sin
manifestárselo abiertamente. No sabe por qué. Se ve frágil, se sabe frágil,
indefenso, desamparado, en la oscuridad. No ve salidas, las que ve en su
caminar le parecen disparatadas: seguir siempre en la oscuridad o el suicidio,
tal vez, en algún momento alcance su plenitud, la espera, la ansía.
Tiene miedo, pavor, está asustado, tiembla,
llora, se desespera, pero ya no puede volver a la sociedad tal como la veía
antes, es absurda y tampoco quiere un mundo que, desde su distanciamiento, ve cada vez más
descabellado, más irracional, más enfermo, más ficticio, pues, no es el mundo
del hombre. Tal vez esté equivocado y la sociedad sea de otra forma, pero los
hechos a la luz de las potencialidades y posibilidades del hombre que ha ido
despertando le reafirman en su rebeldía.
Desde la conciencia de su total fragilidad también
tiene conciencia de sus posibilidades de plenitud y necesita actuar desde la
misma. Pero no sabe cómo y cree que no puede. Quizá todo sea producto de lo que
llega a pensar, en algún momento, como su locura.
Busca, hace, se estrella, espera que todo se aclare
en él, pero las cosas van descontroladas, una vez más se siente perdido. El
voluntarismo no le resuelve nada, da la sensación de que las ideas viales sean
vivas realmente.
También necesita la fe, la fe racional, lógica,
la fe en el hombre entero.
No le sirven las ficciones que cuentan o imaginan
otros, tal vez los que han pasado por lo mismo, como una tenue esperanza, pero
su vida es suya, no de otro. La experiencia sólo le sirve a quien la vive.
no le sirven las ficciones porque su vida, por
primera vez, la entiende y percibe real, viva en él, poderosa y ajena, es suya
pero no procede de él. Conoce lo superfluo y no le interesa como atadura, no lo
desprecia, simplemente forma parte del todo donde él está y, como mucho, tiene
una utilidad, no es un fin.
Es consciente de su fragilidad y de su importancia
ante el mundo, ante su sociedad y en ella, como cada hombre.
Cree que
no tiene salida pero no es posible la vuelta atrás, todavía tiene menos sentido
lo ya conocido, ahora visto con claridad, y que no le esclaviza.
Cree que nunca va a llegar, que nunca vivirá en
verdadera libertad, por lo menos individual ya que la social no es posible, en
la que dentro de la sociedad pero frente a la sociedad sumisa pueda hacer lo
suyo. Le parece que el camino es todo lo que puede hacer, no sabe si al final
del mismo encontrará al hombre, si al final empezará a vivir como él cree que
es el hombre, en el hombre.
Sabe que vivir en el hombre no es lo antisocial,
es lo social desde otros postulados, es necesariamente lo social.
Su única posibilidad, eso cree, es agarrarse a
la corriente de la vida, duda de si es vida o Vida, pero es la libertad vital,
desbordante, para hacer de acuerdo con la propia vida, él, ser racional, lleno
de todo, de sentimientos y todas las demás facultades del hombre, aun las no
sacadas desde sí por el hombre tras su andar de siglos. Unos pocos hombres nos
han dejado mucho y nos han mostrado algo de lo que todos tenemos.
La libertad plena, pero aun de esto ese hombre
solo no es capaz, no es posible así, lo único que ve, que intenta es, con todo
lo que es en él, que lo sabe en todos y cada uno de los hombres, aunque no lo
hayan querido conocer, ni vivir o lo nieguen y con la fuerza de su fe en el
hombre, no detenerse, ser, estar en el mundo y, sabiéndose fuera del sistema,
ser mundo.
Tras eso: ser, estar en mundo y ser mundo, esconde
una declaración de amor hacia el hombre.
[1] A. Camus. El hombre rebelde. Alianza Editorial. Madrid. 2.001. (p. 21)
[2] Algunos de los conceptos, ideas y hechos que se citan a lo largo de estas páginas, muchas veces sin una explicación pormenorizada, se desarrollan algo más en otros trabajos que aparecen en esta misma Página web.
[3] Ver Libertad y hombre de hoy en esta misma página web.
[4] A. Camus. El hombre rebelde... (p.10).
[5] A. Camus. La caída. Alianza Editorial. Madrid. 2.000. (p. 96).
[6] Una idea de qué es el dogmatismo, para el que no existe el problema del conocimiento, la desarrolla Hessen, dice: "En el dogmatismo... el sujeto, la conciencia cognoscente, aprehende su objeto. Esta posición se sustenta en una confianza en la razón humana, todavía no debilitada por ninguna duda... El contacto entre el sujeto y el objeto no puede parecer problemático a quien no ve que el conocimiento es por esencia una relación entre el sujeto y el objeto... También los valores existen, pura y simplemente, para el dogmático".
J. Hessen. Teoría del conocimiento. Col. Austral. Espasa-Calpe. Madrid. 1.991 (pp. 68-69)
[7] J. F. Lyotard. La condición postmoderna. Altaya. Madrid. 1.999. (p. 10).
[8] A. Camus. El hombre rebelde. ... (p. 166).
[9] J. Ortega y Gasset La rebelión de las masas. Ediciones Orbis. Barcelona. 1.983 (p. 13)
[10] J. Ortega y Gasset. La rebelión... (p. 173).